DOMINGO VII DEL TIEMPO PER ANNUM
El evangelio de este Domingo, podríamos decir, es la “homilía” con la que Jesús mismo concreta su proclamación de las Bienaventuranzas. No quiere quedarse en una posible idealización del espíritu de las Bienaventuranzas, sino que nos ofrece su “traducción” a la vida diaria. Esta traducción se concreta en la forma de amar. Y aquí el mensaje no es solamente nuevo, sino también revolucionario.
Jesús dirige su enseñanza muy directamente a sus discípulos (“a los que me escucháis”). El tema principal es el amor ilimitado que propone Jesús y que encuentra su formulación emblemática en el famoso “amad a vuestros enemigos”. Esto es lo revolucionario del mensaje, la característica fundamental del amor cristiano, pues supone una inversión de la tendencia humana habitual (en el mejor de los casos: “ojo por ojo y diente por diente”).
El amor que pide Jesús no es un sentimiento espontáneo ni una pura filantropía, ni menos aún un cálculo interesado para obtener una compensación. Se trata de buscar en todo el bien de los demás, sin límites y sin excepciones, hasta llegar a devolver bien por mal.
El fundamento de esta petición es la actitud de Dios, que es un Padre compasivo que ama a todo el mundo sin excepción, y no un juez estricto que da “a cada uno lo que se merece”. Los que han experimentado el amor y el perdón de Dios, deben imitarlo y deben amar y perdonar también a los demás. Por otra parte, en la medida en que cada uno sea misericordioso y generoso con los otros, también experimentará la generosidad gratuita, sin límites, de Dios.
La compasión cristiana va más allá del “sentir o padecer con”; se trata de acoger y tratar con amor a los demás como Dios: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”. Puede que los demás no se lo merezcan, pero el Dios que “no nos trata como merecen nuestros pecados y aleja de nosotros nuestros delitos” sí se lo merece.